Poder disfrutar de una vida cómoda y holgada fue el objetivo que cumplí a mis 40 años. Tener muchos negocios, una casa grande, una buena finca y numerosos terrenos, nos garantizaba ya una seguridad de futuro, a mí y a mi familia.
Mi existencia se había convertido en una especie de oropel, que transcurría como un vaivén entre las apariencias y la ostentación. Esperaba con ilusión y ansiedad la llegada de los fines de semana para participar de fiestas, paseos y numerosas reuniones sociales, momentos lúdicos en los que el whisky, la guitarra, la camaradería y el buen humor se convertían el centro de nuestra vida.
Nos sentíamos orgullosos, plenamente realizados de haber conseguido el éxito que nos propusimos, cumpliendo con los mandamientos que nos imponen la sociedad de consumo y los medios de comunicación: dinero, poder y placer. Yo creía tenerlos en alguna medida y eso me motivaba para seguir aumentándolos.
Para completar nuestra felicidad, gozábamos del aprecio y la aceptación de propios y extraños, teníamos una bonita familia y nos considerábamos, sobre todo, los mejores padres del mundo.
Los sábados, muy temprano, cuando nos disponíamos a salir para la finca o de paseo con nuestros amigos, despertaba a mi hijo Camilo, de 14 años, para preguntarle:
-Cami, ¿vienes con nosotros?, ¿nos acompañas?
-¡No! –era usualmente su respuesta.
-Sobre la mesa te dejo dinero para el fin de semana y en la nevera hay comida preparada.
Pocas veces le insistía para que se animara a acompañarnos. Mi cabeza y mi corazón estaban puestos en otros intereses y no había tiempo que perder en ruegos y consentimientos a mi hijo.
Comenzó así una cadena interminable de fines de semana, en los que Camilo quedaba íngrimo, solo, en una casa campestre de 300 metros cuadrados, un espacio suficientemente grande para albergar su soledad y su tristeza.
Una noche, a eso de las once, regresábamos de un cóctel y al llegar a nuestra casa observamos que el cuarto de Camilo tenía la luz encendida, pero no respondía a nuestros llamados. Buscamos la copia de la llave y abrimos. Allí estaba él, tirado en el piso, convulsionando y casi sin respiración ni pulso.
Rápidamente, lo levantamos y lo llevamos en nuestro coche al hospital más cercano, donde llegó inconciente y en estado comatoso. Nuestra angustia se prolongó más de una hora, hasta cuando salió el doctor que lo atendió:
-Su hijo tuvo suerte. –Nos habló, en tono grave y seco. –Ha sufrido una fuerte intoxicación a causa de la ingesta de pastillas y del consumo de alcohol y hachís. Nos costó mucho esfuerzo reanimarlo. –Y antes de darnos la espalda, remató diciéndonos: -Si tardan quince minutos más en traerlo, no habría sobrevivido.
No podíamos creerlo. Esto no nos podía pasar a nosotros. Éramos unos padres perfectos. Éramos gente de bien y no le hacíamos mal a nadie. Los drogadictos estaban lejos de nuestra familia. Nos creíamos, hasta ese día, unos intocables de esta desgracia humana.
Fue a partir de este cimbronazo, cuando reaccioné. Durante horas no hice más que pensar, meditar, reflexionar … Sentí, en lo más profundo de mi ser, que mi vida tenía que cambiar. Cobijado por el insomnio de esa noche, me fijé mi gran meta: ¡Tenía que salvar a mi hijo!
Abandoné prácticamente mis negocios. Rompí con la rutina de los compromisos sociales. Me dediqué por completo a Camilo.
Comencé a dialogar con él, como nunca lo había hecho. Traté de adentrarme en su corazón. Puse todo de mí para ganarme su confianza. Una cosa tenía clara: si Camilo se hundía, yo me hundiría con él. Si él se llegaba a perderse, yo me moriría en vida. Mi decisión estaba tomada: sacaría a mi hijo de su infierno personal.
* * *
Era la noche de un viernes lluvioso y frío, oscuro. Había quedado con Camilo para acompañarlo a su primera cita con el psiquiatra. Los minutos pasaban y Camilo no aparecía. Esperé durante más de una hora y nunca llegó. En medio de la lluvia y atormentado por el presentimiento de que estaba perdiendo a mi hijo, comencé a llorar. Deambulé por las calles sin importar mojarme.
De pronto, como un halo de luz, pensé: “Tiene que haber un libro como los que suelen escribir los americanos que diga, por ejemplo: ‘Siete pasos para salvar a su hijo’ o quizás otro cuyo título sea: “Diez consejos prácticos para ser un buen padre”.
Empapado como estaba, pasé la avenida y me dirigí hacia un gran centro comercial, a pocas calles de donde estaba. Subí deprisa por las escaleras eléctricas y allí, justo de frente, estaba la librería en la que esperaba encontrar ese libro mágico que me solucionara todos los problemas de mi hijo.
Había dado apenas unos pasos cuando observé, a mano izquierda de la entrada, una pila grande de Biblias, que estaban en oferta. Me detuve en seco, como si una voz interior me estuviera diciendo: “para, mira, escucha… este es el libro que estás buscando”. Tomé un ejemplar y pensé: “Algo bueno debe tener este libro, desde que tanta gente habla de él”.
Yo, a pesar de ser católico y de ir a misa con cierta regularidad, no había tenido jamás una Biblia. Pagué en la caja y salí apresurado en busca de mi carro para llegar cuanto antes a la casa. El corazón me palpitaba agitado durante todo el recorrido y no veía la hora de llegar allí para comenzar a leer la Biblia.
Seguía lloviendo y en el campo la noche se hacía más oscura. Llegué por fin a casa. Abrí la puerta. Casi ni saludé y de inmediato fui a cambiarme de ropa. No tenía ganas de cenar. Lo único que quería era leer la Biblia.
Me recosté en la cama y tomé el libro en mis manos. Como no sabía por dónde empezar, la abrí al azar en cualquier parte. Cuál sería mi sorpresa cuando lo primero que leo es: “El Señor sostiene a todos los que caen y endereza a los que están doblados” (Salmo 145,14) ). ¡No podía creerlo! Sentí en ese instante, que Dios me hablaba a mí y me puse a llorar como un niño.
Sentía que era Dios mismo quien me consolaba con sus palabras, a la vez que me prometía que no dejaría hundir a Camilo, que Él estaba ahí no sólo para sostenerlo sino para levantarlo. Mis lágrimas eran de emoción y de esperanza. Esa noche descubrí al Dios verdadero y desde entonces no ha pasado un sólo día sin que escuche su voz y hable con Él mediante la lectura cotidiana de la Palabra.
Respaldado por la fe y la esperanza, inicié mi ardua tarea de recuperar a mi hijo. Fueron meses de intensa lucha y mucha paciencia. Sentía que Dios estaba conmigo, ayudándome a librar esta dura batalla. Los frutos brotaban día a día: Aprendí a dialogar con Camilo, me gané su confianza, pude adentrarme en su interior y compartir con él sus miedos, sus problemas, sus proyectos, sus sueños. Me sentí, por primera vez en mi vida, un padre de verdad.
Camilo, por su parte, comenzó a cosechar importantes éxitos personales: Se graduó de bachiller un año antes que sus compañeros de colegio, del que había sido expulsado por mala conducta. Se preparó por su cuenta y presentó las pruebas académicas directamente ante el Ministerio de Educación y obtuvo su título con notas sobresalientes. Ingresó luego a la universidad, donde terminó la carrera de Administración y Finanzas. Destacó por su alto desempeño académico, ganándose el derecho a una beca de posgrado en la misma universidad, al haber obtenido las calificaciones más altas del curso. Se reencontró con un compañero de infancia, con el que entabló una estrecha y valiosa amistad, que le ayudó para asumir nuevos retos y descubrir otros horizontes.
Sin embargo, y aunque se vislumbraban los avances, el daño ya estaba hecho.
Camilo había nacido con un defecto físico y funcional en su rostro. A lo largo de su vida tuvo que ser sometido a numerosas cirugías reconstructivas. Desde pequeño fue víctima de la crueldad de sus amiguitos y compañeritos de colegio. Pronto descubrió que su mejor defensa eran la fuerza y la agresividad.
Desde los tres años, aprendió a defenderse a golpes de las constantes burlas e imponerse por la fuerza a los ataques que recibía. Los padres de los otros niños y los profesores se quejaban permanentemente ante nosotros. Casi todos los días recibíamos quejas y reclamos por el mal comportamiento de Camilo.
¿Cuál fue nuestro gran pecado como padres? Actuar como ciegos, al no comprender la verdadera causa de la agresividad de Camilo. Tomamos el camino equivocado de la represión y del castigo físico, agravado por la sobreprotección exagerada que le dimos, quizás para compensar los excesos de dureza a los que lo sometimos. Esta mezcla dañina de castigo y sobreprotección, sumada a la amenaza permanente de su entorno y a la agresividad de su defensa, lo convirtieron en un ser inseguro, tímido, egocéntrico, frustrado.
Tuvieron que pasar catorce años, cuando intentó quitarse la vida, para que mi esposa y yo pudiéramos entender que lo que angustiosamente necesitaba Camilo, era el apoyo moral y emocional de nosotros como papás. La poca autoestima con la que creció se fue apagando en la medida que pasaban los años. Y la bomba explotó cuando debió enfrentarse a la pubertad y a la adolescencia, revestido de una personalidad débil e insegura, que lo convirtió en presa fácil de la discriminación, la soledad y el aislamiento. El daño ya estaba hecho y las consecuencias lo acompañarían irreversiblemente el resto de su vida.
Era innegable que, gracias a su esfuerzo y superación, había llegado a ser un brillante profesional, con una capacidad extraordinaria para la formulación de proyectos financieros, la matemática aplicada y los cálculos actuariales. Pero, en cambio, careció siempre de habilidades sociales para interactuar con los demás. Tímido, introvertido, aislado, solitario. Así pasó buena parte de su vida.
Cada día, la vida le pesaba más. A medida que pasaba el tiempo, se sentía con menos fuerzas y menos ilusiones para construir su futuro. Cargar a cuestas semejante frustración durante tantos años, lo fue minando por dentro.
El sufrimiento, como un cáncer del alma, lo iba carcomiendo lentamente. Su fuerza interior se había apagado casi por completo. Desbordado por la angustia que le produjo el nacimiento inesperado de su única hija en un país lejano, a quien no podría ver crecer ni ofrecerle un porvenir seguro, cayó en una profunda crisis nerviosa. Había tocado fondo. Estaba derrotado.
En la madrugada del sábado 6 de abril de 2013, a sus 34 años, Camilo se despidió para siempre de este mundo. El día anterior, habíamos almorzado con él en un restaurante. Coincidencialmente, en la mesa, quedamos uno en frente del otro. Tenía la mirada triste y no me quitaba los ojos de encima, como si quisiera decirme algo. Me quedé mirándolo también y de pronto, sin saber porqué, se me escaparon de repente unas palabras en forma de promesa:
-Cami: voy a comenzar a escribir un libro sobre ti. Tú tienes una historia muy bella que contar.
Me miró dulcemente y una sonrisa triste afloró en sus labios. No me respondió nada. Hoy entiendo perfectamente cómo, aquella mirada dulce y esa sonrisa triste, lo decían todo.
* * *
Epílogo: “Si el grano de trigo no muere, no da fruto” (Juan 12, 24).
Hay seres que trascienden en vida y otros que comienzan a trascender después de que mueren. Camilo hace parte de este segundo grupo. Su historia tiene la marca indeleble del sufrimiento y el dolor, que como compañeros inseparables en su camino, jamás lo abandonaron. Vivió y convivió con el sufrimiento y el dolor durante toda su vida: desde el momento mismo de su engendro y hasta el último respiro con el que se despidió de su soledad y su tristeza.
Ya muerto nuestro hijo, nos resta preguntarnos: ¿Qué responsabilidad nos cabe como padres?. No se trata de rasgarnos las vestiduras, como tampoco de sentirnos los únicos culpables. No. Sin embargo, después de meditar larga y profundamente, de reflexionar serenamente y de orar sin descanso, hoy nos sentimos obligados a asumir con humildad y sinceridad, nuestra cuota de responsabilidad, tanto en lo que hicimos como en lo que dejamos de hacer en la formación y el acompañamiento de nuestro amado hijo.
La historia de Camilo daría, sin lugar a dudas, para extensos análisis por parte psicólogos y especialistas. Nosotros, revestidos únicamente con la sencillez de la experiencia que dan los errores, creemos que fueron 4 los puntos vitales en los que fallamos como padres:
1. Incapacidad para descubrir, en la edad temprana, los talentos, las aptitudes y las capacidades innatas de nuestro hijo, desperdiciando de esta manera todo un potencial motivacional, que habría sido fundamental para el desarrollo de su personalidad y el fortalecimiento de su autoestima.
2. Haberlo abandonado a su suerte en la etapa más difícil de su vida y cuando más necesitaba de nuestro apoyo. Habíamos cambiado nuestro hijo por las distracciones y placeres que nos ofrece el mundo. Un gravísimo error, máxime cuando nos creíamos unos padres perfectos.
3. Nuestra apatía para fomentar el diálogo con Camilo. Una herramienta imprescindible y necesaria para cultivar la confianza. Ante la falta de diálogo, las relaciones se enfrían y el amor se desvanece. Al no haber confianza ni diálogo en nuestro hogar, Camilo buscó otros refugios.
4. Hoy más que nunca, somos conscientes de la precaria formación espiritual que le dimos a nuestro hijo. A pesar de ser católicos “practicantes”, nuestro testimonio cristiano no fue suficiente para atraerlo y convencerlo, seguramente a causa de nuestras incoherencias y fallos.
Estoy plenamente convencido de que la vida de Camilo, unida a la nuestra como padres suyos, son una experiencia real, llena de vivencias fuertes y desgarradoras, que pueden servir a muchos otros -especialmente a padres con hijos pequeños- como medio de sensibilización para reflexionar y evitar caer en los mismos errores que nosotros.
Como creyentes, vemos la vida y muerte de Camilo como una bella “Dioscidencia”, para que, como sencillos instrumentos de Dios, podamos llevar un mensaje de luz y esperanza a las familias.
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