Violencia es lo que Flor ha conocido en su casa. “En mi casa no había cariño ni ambiente de familia, solo gritos y peleas. No era nada agradable. Yo me sentía incomprendida y cerraba los ojos y no quería despertar”, explica la muchacha. Una situación la de Flor muy parecida a la que viven miles de niños y niñas en Perú.
Los menores no sólo soportan la violencia familiar, también la violencia que existe en las calles y los barrios. A pesar de todo Flor tuvo suerte. Pudo acabar sus estudios de primaria y su madre se empeñó en que tenía que seguir estudiando. “Mi madre no contaba con el apoyo de mi padre, pero consiguió que me aceptaran para vivir y seguir estudiando en la Casa Laura de Vicuña”, añade. “Ella no quería que me pasara lo que a otras chicas del valle: embarazo prematuros, abusos o acoso sexual… todo esto es muy común en la zona porque no se respeta a los menores”, explica Flor.
En el Centro Laura de Vicuña, gestionado por los misioneros salesianos, descubrió otra manera de relacionarse. Sin violencia, ni gritos… y donde se respeta los derechos de los niños, niñas y jóvenes que allí viven. Flor recuerda estos años de estudio y de familia como los mejores años de su vida y hoy siente que su vida empezó realmente en esa casa. “Allí no sólo aprendí lengua y matemáticas, también valores como el respeto, la solidaridad, el ayudar a los demás, la importancia de esforzarse…” dice la joven peruana.
“Había días que prefería cerrar los ojos y no despertar nunca”
Al salir de la casa, los misioneros salesianos la ayudaron a seguir estudiando en la ciudad y Flor se fue a Cusco. “Nunca me sentí sola, ellos me ayudaron a seguir y no desfallecer en mis sueños”, cuenta. Hoy tiene su título de Administración de Servicios de Hostelería y las fuerzas para emprender un nuevo camino: abrir su propio restaurante.
Como Flor, miles de niños y niñas son atendidos en los 11 centros de acogida y los centros de formación y promoción de los jóvenes que los misioneros tienen en Perú.
Fuente: Misiones Salesianas