En una buena parte del mundo el mes de septiembre es inicio de actividades académicas, y muchas familias organizan su vida en torno a esta realidad. En otras partes se sigue con el ritmo propio. Será el inicio del año nuevo el que determine los cambios. Pero en ambos casos, siempre se nos hace presente el cúmulo de posibilidades que se nos presentan. Y del modo más natural damos por supuesto que es normal amanecer cada día, disfrutar de buena salud, tener tantas oportunidades en la vida… pero no siempre es así ni lo es para todos.
Y es cierto que el tiempo, o mejor dicho la vida -que tiene como medida de la misma el tiempo-, encierran un cúmulo de posibilidades, realizaciones, vivencias…
Hace unos días, conversando con un laico octogenario, me daba el consejo de que viviera apasionadamente la vida, que la exprimiera como se exprime un limón o un racimo de uvas para sacarle el jugo. Lo decía él, un hombre con una excelente formación intelectual, académica y religiosa. Y no quería decir que se debiera vivir alocadamente de acá para allá, o buscando, por insatisfacción, esto o lo otro. Se refería, más bien, a ese apasionante ejercicio de ser dueño de la propia vida, ese regalo recibido con verdadero don por el Señor de la Vida.
Por eso vuelvo a mi alusión sobre el tiempo ofreciéndoles unas curiosidades acerca del tiempo y de sus posibilidades. La reflexión es la siguiente:
Imaginémonos que existe un banco que cada mañana abona en nuestra cuenta persona la cantidad de ochenta y seis mil cuatrocientos euros.
Este extraño banco no arrastra nuestro saldo de un día para otro, sino que cada noche borra, de nuestra cuenta personal, el saldo que no hemos gastado.
Pues bien, cada uno de nosotros tenemos ese banco. Su nombre es ¡TIEMPO!
Cada día ese banco, además de abonar cuenta nueva, elimina lo restante del día anterior. Nunca queda saldo. Si no se usa el saldo del día, es uno mismo quien lo pierde. No se puede dar marcha atrás. No existen cargos a cuenta del ingreso del día siguiente. Se debe vivir el presente con el saldo de hoy. Y es por eso por lo que:
Para entender el valor de un año podemos preguntarle a algún estudiante que repitió curso.
Y para entender el valor de un mes le podemos preguntar a la madre que alumbró a un bebé prematuro.
Para entender el valor de una semana le preguntaremos al editor de un semanario.
Para entender el valor de una hora pueden ayudarnos los enamorados que esperan encontrarse muy pronto.
Para entender el valor de un minuto le preguntaremos al viajero que perdió el tren o el avión, justamente por un minuto de tiempo.
Para entender el valor de un segundo podemos preguntar a quien estuvo a punto de tener un accidente en un instante.
Para entender el valor de una milésima de segundo le preguntaremos al deportista que ganó por esa diferencia de tiempo la medalla de oro en unas Olimpiadas.
… Así es el tiempo.
Y por eso creo que podemos desearnos unos a otros que atesoremos cada momento que vivamos, y ese tesoro tendrá mucho más valor si lo compartimos con personas tan especiales como para dedicarnos su tiempo.
No lo olvidemos: el tiempo no espera a nadie, y lo que es más importante todavía: como creyentes sabemos que el tiempo es solo una medida, pero el don es justamente la vida misma, ese regalo maravilloso recibido por gratuidad, recibida como don de Dios, recibida para compartirla y ser, -en ese compartir- realmente felices.
Les deseo, amigos lectores, que no se nos vaya pasando la vida de cualquier manera. Una vez que se ha hecho la experiencia de vivir así, en profundidad, exprimiéndole todo lo que bello que encierra, -y a pesar de las dificultades que puedan darse-, es apasionante aceptar este reto.
Que sean felices.
P. Ángel Fernández Artime
Rector Mayor